jeudi 27 septembre 2012

Encuentro por el tiempo (XI)

 
 
Como era de esperar desapareció en parte él. Con su gente. En su lugar. Ya había sido lo suficientemente paciente con aquel sinsentido del tango. Y ella, ahí, sola. Por más que estuviera el amigo. Con lo del piso derrumbado. Notaba cómo se le estaban acercando ya los pájaros de noche. Ya quería beber en su vaso un tipo joven medio inquietante. Descalzo. Uno que tenía toda la pinta de estar viviendo en la calle. No que tuviera ella nada en contra, o no quisiera intercambiar con gente de la calle. Sólo que ya sabía de sobra qué tipo de personaje arriesgaba con ser. No por nada está uno en la calle. Si ella casi había pensado terminar en la calle. Por el rechazo. De los demás. De sí mismo. Hecho carne. Por la quebradura. Que a veces hunde. Del todo. Eso con que había lidiado, y había soslayado con dar dinero. Con darles dinero a las únicas personas que podían verdaderamente, fundamentalmente, ayudarla. El tipo seguía mirándola de manera extraña. Sin que él ni lo notara. De manera ni agresiva ni nada, mas inquietante, sí. Una manera en que una con costumbre ya sabe que tiene que mantener alto el nivel de vigilancia porque en cualquier momento puede explotar la agresión. Él estaba con su rutina. Su amigo músico. Su amigo con edad de casi padre. Las chifladas que le invitaban a una noche de orgía. El amigo de ella estaba comiendo salchichón. Y ella a quien le dolía la panza. ¿Que si blanco o tinto? Bueno…
 
Y lo que tenía que pasar pasó. Como se le había derrumbado el piso, como no sabía más de dónde agarrarse, se acercó al tipo. Vio el cuaderno. Hermoso. De potencia. Preguntó si lo podía abrir. Leer. Sí. Empezó a leer. Maravilloso. Brutal. Ya. No se había equivocado. Ahí se estaba viviendo por otro lado, otro mundo. Se contaban cosas de mente más allá. La pegó fuerte. Empezaron a intercambiar. Ella le decía que tenía que enseñarle esto a un editor. Él le decía que estaba buscando a un editor. Que no sabía cómo hacer para encontrar a uno. Ella tampoco. Ya. Eso tampoco sabía. Estaban sentados el uno al lado del otro. En el piso. Delante de una puerta. De eso se acordaba. Algo se dijo de hermano o hermana. Ella le tenía miedo al momento en qué él se desahogara del odio a sí mismo sobre ella. Sabía que esto iba a pasar. Que esto tenía que pasar. Siempre encontrar a quien la odiara. Para no perder la costumbre. Nunca lo había pensado tan así. Mas algo de ello era cierto. Le habían vertido ya tanto odio. Hay quienes hacen el amor y quienes hacen el odio. Empezaba a tener miedo. Quería que él viniera a salvarla del otro. Silenciosamente llamaba a esto. Mas él no estaba.
 
Por fin cerraron el bar. Se fueron casi todos. Sólo quedaban ellos tres más el tipo, y un par de personas más. Quería que se fueran ya. Se fueron. Por fin. Al día siguiente era el ritual de las ostras al mediodía. El amigo suyo había dormido en el salón, en el piso. Como momia arrinconado en su bolsa de dormir. Le causaba mucha risa a ella. No pudo no despertarlo tirándole cojines, cuando antes él había estado preparando café sin hacer casi ruido. ¡Pero ya, había que despertarse, todos, para lo de las ostras! Se fueron los tres al mercado cubierto que quedaba a unas pocas calles. Salió el tema “hammam”  al pasar delante del de la calle. Explicó él cómo funcionaba en Argelia. Cómo había ido desde niño con su mamá. En lo de las mujeres. Y luego en lo de los hombres. Explicó cómo todo esto del cuerpo, compartido primero con la madre y las mujeres, y luego con las personas del mismo sexo, hacía de ello, lo del cuerpo, algo social. Ella no sabía. Tenía muy pocos conocimientos de la cultura transmediterránea. Le gustó mucho que contara eso. Cómo lo contó. Le alborotó algo, eso sí, lo que había edificado mentalmente de la relación de él con su cuerpo, y con el cuerpo de ella. Se quedó algo alterada. Algo no cuajaba. Entre el entender que tenía él – cuando no lo tenía ella – y su forma de vivirlo. No lo supo interpretar. En aquel momento, no. Luego sí, se le aclaró. No se había equivocado tanto.
Llegaron al mercado cubierto. En el bar habitual de él, ya estaba su amigo con edad de casi padre. Tomando vino blanco. Había mucha gente en la barra, y poco espacio libre. Se sentaron en una mesa. Mas los dos chicos decían que en un mercado no tenía sentido sentarse en una mesa. Se instalaron en un rincón de la barra. Medio entre la basura. A ella no le gustaban las ostras. Medio complicado para el ritual de las ostras. Otra vez sin poder conformarse con lo de los demás. Le daba bronca. Pidió cangrejo. Pinzas de cangrejo. Él decía que no podía comer cangrejo. Que no podía comer de sus compatriotas. Él se sentía cangrejo. Ella no lo entendía muy bien. Inclusive había escrito un texto sobre el Rey de los Cangrejos. Lo había grabado en vídeo. Tampoco lo había entendido muy bien. Decía él que tenía que ver con la forma de caminar de los cangrejos. De lado. Tampoco entendía muy bien la metáfora. Ella no más era funámbula. Luego, en otro momento, le recordó cómo, mediante un texto, pidiéndole si estaría de acuerdo para leerlo, se había vuelto a acercar a ella, después de ocho años casi sin verse. Ahí había empezado a entender. Algo mejor. Ella comía las pinzas de cangrejo y charlaba con su amigo. Había mucho ruido en el mercado cubierto. A la vez estaba feliz con estar ahí y a la vez sentía que la felicidad era de él, mas no tanto de ella. Hubiera querido sentirse súper a gusto en ese lugar tan simpático, con él, y su amigo. Mas era mucho ruido y mucha gente y mucha energía. Y ella aun estaba como luchando para mantener el estado de post-muerte. Luchaba porque quería sentirse a gusto. Quería. Mas no lo conseguía del todo. Realísticamente, no lo conseguía. Y por más que fuera la única en notarlo, lo notaba. Y le dolía. Notarlo. Notar que no conseguía estar igual de feliz que los demás. Por más que fuera en un lugar bonito con gente linda. Pidieron café con postre ella y su amigo. El camarero ya había pasado su horario. Ya empezaba a estar de mala leche. La afectó. Casi se estaba disculpando por haber pedido aquel café. Pero se mordía la boca para tampoco caer en lo ridículo. El no comía postre. Sólo fumaba tabaco de liar.
Salieron los tres a tomar otro café. Uno más. Para él, tomar café era una actividad como otra cualquiera. Ella ya estaba medio harta de cafés. Quería dulce. Chocolate o algo. Empezaba a lloviznar. ¡En la ciudad de microclima! El cielo era muy gris. Para mayo. Y se llevaba ella la bronca de sentirse medio mal cuando no más estaba con él y su amigo. ¡Qué bronca! ¡Qué derecho a sentirse mal entre semejante lujo de personas! Llegaron a casa de él. A lo loco, hizo algo loco. Muy loco. ¡Algo que ni ella le había pedido! ¡Mas que pensó él que le había pedido ella! ¡Hizo un concierto con guitarra, micrófono, máquina grabadora! ¡En el salón! ¡Para ellos dos, el amigo y ella!
¡Sacó la cámara ella! Ahí sí que iba a poder salvarse. Además algo de ese momento de locura linda había que resguardar del olvido. ¡Foto!
  
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XI)
 
Comme il fallait s’y attendre il a en partie disparu. Avec ses gens à lui. Dans son endroit à lui. Il avait déjà été suffisamment patient avec ce charabia du tango. Et elle, dans tout ça, toute seule. Même si son ami était là. A cause du sol effondré sous ses pieds. Et elle voyait déjà les oiseaux de nuit s’approcher. Un jeune type plus ou moins inquiétant voulait déjà boire dans son verre. Il était pieds nus. Il vivait certainement dans la rue. Non pas qu’elle ait eu quelque chose contre les gens qui vivent dans la rue, ou qu’elle refusât par principe de leur parler. Juste qu’elle savait plus qu’il n’en fallait quel genre de personnage ça risquait d’être. C’est pas pour rien qu’on est dans la rue. Elle avait bien eu peur de finir elle-même dans la rue. A cause du rejet. Des autres. De soi. Fait chair. A cause de la cassure. Qui parfois engloutit. Complètement. Ce avec quoi elle avait flirté, et qu’elle avait évité en payant. Juste en payant les seules personnes qui pouvaient véritablement, fondamentalement, l’aider. Le type continuait de la regarder bizarrement. Sans qu’il ne s’en rende compte, lui. Pas de façon agressive ni rien dans le genre, juste inquiétante, c’est ça. D’une façon qui fait que quelqu’un qui y est habitué sait qu’il faut garder élevé le niveau de vigilance, parce que l’agression peut exploser à n’importe quel moment. Lui, il était dans son jus. Son copain musicien. Son copain à l’âge d’être presque son père. Les barjots qui l’invitaient à une partouze. Et son ami à elle était en train de manger du saucisson. Elle, elle avait mal au ventre. Du rouge ou du blanc ?! Bah…
Et ce qui devait arriver est arrivé. Comme le sol s’était effondré, comme elle ne savait plus à quoi s’accrocher, elle s’est approchée du type. Elle a vu le carnet. Magnifique. Puissant. Elle a demandé si elle pouvait l’ouvrir. Lire. Oui. Elle a commencé à lire. Brillant. Brutal. Ouais. Elle ne s’était pas trompée. Là il y avait quelqu’un qui vivait de l’autre côté. On y racontait les choses d’un esprit au-delà. Ça l’a sévèrement impactée. Ils ont commencé à échanger. Elle lui disait qu’il fallait qu’il montre ça à un éditeur. Il lui disait qu’il cherchait un éditeur. Qu’il ne savait pas comment faire. OK. Elle non plus. Ça, elle ne savait pas. Ils étaient assis l’un à côté de l’autre. Par terre. Devant une porte. Elle se souvenait de ça. Quelque chose a été dit de frère ou sœur. Elle avait peur du moment où il déverserait sa haine de lui, sur elle. Elle savait que ça allait arriver. Ça devait arriver. Toujours rencontrer quelqu’un qui la haïrait. Pour ne pas perdre l’habitude. Elle n’y avait jamais vraiment pensé comme ça. Mais il y avait de ça. Elle avait déjà reçu tellement de haine. Il y en a qui font l’amour et d’autres qui font la haine. Elle commençait à avoir peur. Elle voulait qu’il vienne, lui, la sauver de l’autre. De façon silencieuse, c’est ça qu’elle appelait. Mais il n’y était pas.
Le bar a enfin fermé. Presque tout le monde est parti. Il ne restait plus qu’eux trois avec le type, et quelques personnes. Elle voulait rentrer tout de suite. Ils sont rentrés. Enfin. Le lendemain c’était le jour des huitres à midi. Son ami avait dormi dans le salon, par terre. Comme une momie, enroulé dans son sac de couchage. Encore une fois, il la faisait bien rire. Elle n’a donc pas pu s’empêcher de le réveiller en lui lançant des coussins. Alors que lui, à l’inverse, avait préparé le café en faisant presqu’aucun bruit. Mais bon, c’était l’heure de se lever, tous, pour aller manger les huitres ! Ils sont allés tous les trois au marché couvert qui était à quelques rues. Le sujet « hammam » a fait irruption dans la conversation quand ils sont passés devant celui de la rue. Il a expliqué comment ça se passait en Algérie. Comment il y était allé depuis tout petit avec sa mère. Avec les femmes. Et après avec les hommes. Il a expliqué comment toute cette chose du corps, partagée d’abord avec la mère et les femmes, puis avec les personnes du même sexe, faisait du corps quelque chose de social. Elle ne savait pas, ça. Elle savait très peu de choses de la culture transméditerranéenne. Elle a aimé qu’il raconte ça. Sa façon de le raconter. En même temps ça a un peu chamboulé ce qu’elle avait échafaudé de sa relation à lui à son corps, et aussi à son corps à elle. Elle en est restée un peu ébranlée. Il y avait quelque chose qui ne collait pas. Entre sa façon de raconter le corps – qu’elle, elle n’avait pas – et sa façon de le vivre. Elle n’a pas bien su comment l’interpréter. A ce moment-là, non. Ensuite si, ça s’est éclairci. Elle ne s’était pas tant trompée.
Ils sont arrivés au marché couvert. Dans son stand habituel, son ami à l’âge d’être presque son père était déjà là. A boire un verre de blanc. Il y avait beaucoup de monde au comptoir, et pas beaucoup de place. Ils se sont assis à une table. Mais les deux jeunes-hommes disaient que ça n’avait aucun sens de s’assoir à une table, dans un marché couvert. Ils se sont mis au comptoir, dans un coin. Plus ou moins au milieu des déchets. Elle, elle n’aimait pas les huitres. Pas très pratique pour le rituel des huitres. Encore une fois sans pouvoir faire comme les autres. Ca la mettait en colère. Elle a demandé du crabe. Des pinces de crabe. Lui, il disait qu’il ne pouvait pas manger de crabe. Qu’il ne pouvait pas manger ses compatriotes. Il se sentait crabe. Elle ne comprenait pas très bien. Il avait même écrit un texte sur le Roi des Crabes. En avait fait une vidéo. Elle n’avait pas non plus très bien compris. Il disait que c’était à cause de leur façon de se déplacer. Sur le côté. Elle n’avait pas non plus bien compris la métaphore. Elle était juste funambule. Ensuite, à un autre moment, il lui a rappelé comment, en se servant d’un texte, en lui demandant si elle voudrait bien le lui lire, il s’était rapproché d’elle, après huit ans sans s’être pratiquement vus. Elle avait commencé à comprendre. Un peu. Elle mangeait ses pinces de crabe et elle discutait avec son ami. Il y avait beaucoup de bruit dans le marché couvert. Elle était contente d’être là, mais en même temps elle sentait que cette joie était à lui, pas tant à elle. Elle aurait voulu se sentir vraiment bien dans cet endroit si sympathique, avec lui, et avec son ami. Mais il y avait beaucoup de bruit et beaucoup de gens et beaucoup d’énergie. Et elle, elle en était encore à essayer de maintenir son état d’après la mort. Elle luttait parce qu’elle voulait se sentir bien. Elle voulait. Mais elle n’y arrivait pas totalement. Réellement, elle n’y arrivait pas. Et même si elle était la seule à s’en rendre compte, elle s’en rendait compte. Et ça lui faisait mal. De s’en rendre compte. De se rendre compte qu’elle n’arrivait pas à être heureuse comme les autres. Même si elle était dans un endroit super avec des gens super. Elle et son ami ont demandé un café avec un dessert. Le serveur avait déjà dépassé son horaire. Il commençait à être de mauvais poil. Ça l’a affectée. Elle était presque déjà en train de s’excuser d’avoir demandé ce café. Mais elle se mordait la langue pour ne pas non plus tomber dans le grotesque. Lui, il ne mangeait pas de dessert. Juste il fumait du tabac à rouler.
Ils sont sortis tous les trois pour aller prendre un autre café. Un de plus. Pour lui, prendre un café était une activité comme une autre. Elle, elle en avait un peu marre des cafés. Elle voulait du sucré. Du chocolat ou n’importe quoi. Il commençait à pleuvioter. Dans la ville au microclimat ! Le ciel était très gris. Pour un mois de mai. Et elle, elle était dans cette colère parce qu’elle se sentait à moitié mal alors qu’elle n’était qu’avec lui et son ami à elle. Bon sang ! Comment se sentir mal dans un tel luxe de personnes ! Ils sont arrivés chez lui. De façon folle, il a fait quelque chose de fou. De très fou. Quelque chose qu’elle ne lui avait même pas demandé ! Mais qu’il a pensé qu’elle lui avait demandé ! Il a fait un concert avec guitare, micro, boucleur ! Dans le salon ! Juste pour eux deux, son ami et elle !
Elle a sorti son appareil photo ! De cette façon, si, elle allait pouvoir s’en tirer. En plus il fallait bien sauver de l’oubli quelque chose de ce moment de beauté folle. Photo !
 
 
 

dimanche 23 septembre 2012

Encuentro por el tiempo (X)



Igual que le gustó la forma de regalar café en aquella casa-áfrica: agua caliente, café soluble, azúcar en polvo de color dudoso en pote de vidrio igual de dudoso. Le encantó a ella. Encima era regalo. Ambos tomaron dos. Cafés. Ya era muy tarde. Pero sí en un horario muy madrileño. Salieron a la calle. Dejaron el barrio de él para visitar los lugares más conocidos. Es cierto que las plazuelas le encantaron a ella. Por más que fuera muy limpito todo.

Llegaron a eso del espejo de agua. Ella no lo entendía muy bien. ¿Qué iba a ser? Había un montón de niños descalzos. Jugando, corriendo, riendo. Sacó la cámara. Sacó reflejos, sobre todo. Los cuerpos al revés, los colores alargándose. Estaba al acecho de las sonrisas enloquecidas por el instante de agua. Cazó unas cuantas. Cuando le dijo él que la iba a llevar a un lugar argentino. ¿Cómo resistir? Un lugar donde armaban milongas. Se sentaron en la terraza del lugar. ¡Para nada era argentino! Le causó risa a ella. Por lo de la confusión entre deseo y realidad - de él, para ella. Intuyó que era el principio de una larga serie de historias por el estilo. Mas le gustaba tanto el entusiasmo desconectado de él. Reanudaron el paseo en busca de algún lugar donde darle su secunda clase de tango - que luego resultó ser la última. La llevó a una plazuela donde dijo que solían venir viejas prostitutas. No supo muy bien cómo tomárselo - ¡con eso del tango! Empezaron. Tenía algo de aprensión ella. Mas iba mucho mejor. Todo. El tango de él. La postura. La coordinación. Mientras los iba mirando una mujer mayor. ¿Que si era tango lo que hacían? ¿Que si era tango argentino? Ella bailaba tango francés. Sí, argentino era. Intentaba serlo. Mas la lección no podía durar mucho, porque a la noche venían a cenar amigos de él, y había que preparar la comida. Otra vez la comida. Regresaron a casa de él.

Abrió una botella de vino blanco apenas llegar. Para tomar al preparar la comida. A ella le gustó. No conocía aquella forma de hacer. En el menú había merguez selecta con puré casera de papás y cebolla, y ensalada. El amigo vino con tinto. Un Rioja. Entre todos discutieron sobre qué vino tomar primero. Si el Cahors de él o el Rioja del amigo. Ella decía que el Rioja secundo. Ellos que primero. Al final coincidieron con lo que decía ella. No estaba acostumbrada a que se escuchara y aprobara su opinión. El Rioja secundo. Se la pasaron muy bien los cuatro, con la novia del amigo. Hacía mucho que no se sentía tan bien ella con gente nueva, que le presentaban, le imponían.

Al día siguiente quiso ella mirar cuáles eran los lugares de danza en la ciudad. A ver si se podía armar algo. Visitaron tres lugares. Ninguno estaba abierto. Tomaron bici. Quería él que tomaran bici. Estaba en plan: visita turística. Le enseñó la Plaza de la Victoria. ¡Qué cosa! Todo. Le quería enseñar todo. Para ella, en realidad, era mucho. Toda la ciudad en bici. Cuando lo único a que aspiraba era reanudar con su estado meditativo. O visitarle a él. Eso sí. Por eso estaba. Para eso había venido. No tanto para visitar aquella ciudad fortuita que no le despertaba ninguna sensación de ensueño. Empezó a sentirse medio mal. Por lo de cierta frenesís de él. Que notaba ella que era algo forzada - por más que sabía que seguramente él no lo podía sentir. Estaba como enloquecido de energía. Mientras sentía ella que se le estaban quitando las fuerzas. Por fin regresaron a casa de él.

A la noche ella quería ir a la milonga. A comprobar cómo era el tango ahí. Estaría también su mejor amigo. Fue a arreglarse. Para lo del tango había que arreglarse. Especialmente. Le parecía tan injusto. Intentó hacerse algo linda. Le dijo él que estaba muy linda. Como si hubiera adivinado. La inquietud. La misión imposible. Por más que se hubiera puesto carmín en la boca. Tomaron el tranvía. La milonga quedaba lejos. Llegaron a un lugar medio desértico. Afuera de la ciudad. El tipo de lugar que a ella no le gustaba para nada. Ya era mala señal. Llegaron delante del centro cultural social. De lo más improbable. Llegaba la angustia. Lo sentía. La que le generaba en general el mundillo del tango, en Francia. Encima en presencia de él. Haberlo llevado, a él, a esto. Muy mal… Ya acompañarla al tango era medio complicado más encima a un lugar tan así… Y de hecho la milonga era tal y como era de esperar. Un desastre. Y sin embargo algo había que hacer. Bailó. Dos veces. Con dos hombres. No tenía ningún sentido aquello. Una bailarina no puede ir así, a una milonga, sea cual sea, como una que no es bailarina. Otra vez, con el tango, con la vida, la suya, no había podido no equivocarse de lugar. Le dio bronca. Mucho. Consigo misma. Le dio vergüenza. Respecto a él. Ella, ya estaba acostumbrada. Mas delante suyo… Llegó el amigo. Como mínimo podía reírse con él. Por más que siguiera enojada por la equivocación. De lugar. De ella. Dentro de la danza. Dentro del marco social de la danza. La tontería de no tener con quien bailar. Lo que bailaba ella. En medio de gente que estaba, eso sí, ellos, en su sitio. La tontería de ser la única en estar desubicada. Ya. Cuando no aquella gente que apenas bailaba. De sobra sabía. Y él, encima de todo, espectador de aquel sinsentido… Sin posibilidad alguna de beber la más mínima gota de vino… Se fueron. Por lo del tranvía de la Cenicienta. Afortunadamente. Regresaron a la ciudad. A tomar vino. Cuando lo único que quería ella, era acostarse ya. Cortarla. Olvidar.

Fueron a un bar donde él conocía un montón de gente. A ella le empezaba a doler la panza. No lo supo decir. Por lo de la bronca. Consigo misma. Sentía que se le derrumbaba el piso debajo de los pies. No lo pudo decir. Tampoco. Crecía la parálisis. No notó nada él. Siguió eso.




 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (X)
 
 
Ce qu’elle avait aimé aussi dans cette maison-afrique, c’est la façon d’offrir le café : de l’eau chaude, du café soluble, du sucre en poudre de couleur douteuse dans un bocal tout aussi douteux. Elle avait adoré. En plus, c’était cadeau. Ils en ont pris deux tous les deux. Des cafés. Il était déjà tard. En même temps, c’était un horaire tout à fait madrilène. Ils sont sortis dans la rue. Ils se sont éloignés de son quartier pour aller visiter les endroits les plus connus. C’est vrai que toutes les petites places lui ont beaucoup plu, à elle. Même si tout était bien propret.
 
Ils sont arrivés à cette chose du miroir d’eau. Elle ne comprenait pas très bien. Qu’est-ce que ça pouvait bien être ? Il y avait plein d’enfants pieds nus. En train de jouer, de courir, de rire. Elle a sorti son appareil photos. Elle a pris des reflets, surtout. Les corps à l’envers, les couleurs qui s’allongent. Elle était à l’affût des sourires fous de l’instant d’eau. Elle en a attrapé quelques-uns. Et puis il lui a dit qu’il allait l’emmener dans un endroit argentin. Comment résister ? Un endroit où on organisait des milongas. Ils se sont assis à la terrasse de cet endroit. Il n’était absolument pas argentin ! Ca l’a faite rire. A cause de la confusion du désir et de la réalité - de lui, pour elle. Elle a eu l’intuition que ce n’était que le début d’une longue série d’histoires dans le genre. Mais elle aimait tellement son enthousiasme déconnecté. Ils ont repris la promenade à la recherche d’un endroit où lui donner sa deuxième leçon de tango - qui s’avéra finalement avoir été la dernière. Il l’a emmenée sur une petite place où de vieilles prostituées avaient l’habitude de venir, avait-il dit. Elle n’a pas bien su comment le prendre - à cause du tango ! Ils ont commencé. Elle appréhendait un peu. Mais ça allait beaucoup mieux. Tout. Son tango, à lui. La posture. La coordination. Une vieille femme les regardait. Est-ce que c’était du tango ? Du tango argentin ? Elle, la vieille femme, elle savait danser le tango français. Oui, c’était du tango argentin. Ça essayait de l’être. Mais la leçon ne pouvait pas durer longtemps, parce que des amis à lui venaient diner le soir, et qu’il fallait aller faire la cuisine. Encore la cuisine. Ils sont rentrés chez lui.
 
En rentrant il a tout de suite ouvert une bouteille de vin blanc. Pour boire en faisant la cuisine. Ça lui a plu, à elle. Elle ne connaissait pas ça. Au menu, il y avait merguez de premier choix avec purée de pommes de terre et oignon, et salade. Son copain avait amené un rouge. Un Rioja. Ils se sont demandé quel vin boire en premier. Si son Cahors à lui, ou le Rioja de son copain. Elle, elle a dit le Rioja après. Eux d’abord. Finalement ils ont fait comme elle avait dit. Elle n’avait pas l’habitude qu’on l’écoute et qu’on soit d’accord avec elle. Le Rioja après. Ils ont passé un super moment tous les quatre, avec la compagne de son copain. Ca faisait longtemps qu’elle ne s’était pas sentie aussi bien avec des gens nouveaux, qu’on lui présentait, qu’on lui imposait.
 
Le lendemain elle a voulu regarder les lieux de danse. Pour voir si quelque chose pouvait être organisé dans cette ville. Ils ont visité trois endroits. Ils étaient tous fermés. Ils ont pris des vélos. Il avait envie qu’ils prennent des vélos. Il était en mode : visite touristique. Il lui a fait voir la Place de la Victoire. Quelle affaire ! Tout. Il voulait tout lui faire voir. Pour elle, en vrai, ça faisait un peu beaucoup. Toute la ville à vélo. Alors que sa seule envie était de retourner à son état méditatif. Ou de le visiter, lui. Ça oui. C’est pour ça qu’elle était là. Qu’elle était venue. Pas tant pour faire la visite de cette ville fortuite qui ne la faisait absolument pas rêver. Elle a commencé à se sentir un peu mal. A cause d’une certaine frénésie, dans laquelle il était, lui. Elle sentait qu’il y avait quelque chose de forcé – même si elle savait bien qu’il ne s’en rendait sûrement pas compte. Il était tout fou comme d’un plein d’énergie. Alors qu’elle, elle sentait que les forces la quittaient. Ils sont enfin rentrés chez lui.
 
Le soir elle avait prévu d’aller à la milonga. Pour voir comment était le tango dans cette ville. Son meilleur ami serait là aussi. Elle est allée se préparer. Pour le tango, il faut se préparer. Particulièrement. Elle trouvait ça tellement injuste. Elle a essayé de se faire un peu jolie. Il lui a dit qu’elle était bien jolie. Comme s’il avait deviné. L’inquiétude. L’impossible mission. Même si elle s’était mise du rouge aux lèvres. Ils ont été attendre le tram. La milonga était un peu loin. Ils sont arrivés dans un endroit presque désert. A l’extérieur de la ville. Le genre d’endroit qu’elle n’aimait pas du tout. C’était déjà un mauvais présage. Ils sont arrivés devant le centre culturel social. Des plus improbables. L’angoisse arrivait. Elle le sentait. Celle que lui provoque en général le petit monde du tango, en France. Et en plus, il était là, lui. L’avoir emmené, lui, dans un truc pareil… Beuh… Qu’il l’accompagne au tango c’était déjà à moitié tordu, mais en plus dans un endroit comme ça… Et en effet, la milonga était telle qu’il fallait s’y attendre. Un désastre. Il fallait bien faire quelque chose. Elle a dansé. Deux fois. Avec deux hommes. Ça n’avait aucun sens. Une danseuse ne peut pas se présenter comme ça, dans une milonga, quelle qu’elle soit, comme si elle n’était pas une danseuse. Une fois de plus, avec le tango, avec la vie, la sienne, elle n’avait pas su être au bon endroit. Ça l’a mise en colère. Sacrément. Après elle. Elle a eu honte. Par rapport à lui. Elle, elle avait l’habitude. Son ami est arrivé. Au moins elle pouvait en rire avec lui. Même si elle était toujours en colère. De s’être trompée. D’endroit. D’elle. Dans la danse. Dans l’espace social de la danse. La bêtise de n’avoir personne avec qui danser. Ce qu’elle avait à danser. Au milieu de gens qui étaient, ça oui, eux, à leur place. La bêtise d’être la seule à ne pas être à sa place. Oui. Contrairement à ces gens qui dansaient à peine. Elle ne savait que ça. Et lui, en plus, spectateur de tout ce charabia… Sans la moindre possibilité de boire une goutte de vin… Ils sont partis. A cause du tram de Cendrillon. Heureusement. Ils sont rentrés en ville. Boire du vin. Alors que la seule chose qu’elle voulait, elle, c’était aller se coucher. Arrêter ça. Oublier.
 
Ils sont allés dans un bar où il connaissait plein de gens. Elle commençait à avoir mal au ventre. Elle ne savait pas comment le dire. A cause de la colère. Contre elle. Elle sentait que le sol s’effondrait sous ses pieds. Elle ne pouvait pas le dire. Non plus. La paralysie grandissait. Il ne s’en est pas rendu compte. Ça a continué.
 
 
 
 
 
 

jeudi 20 septembre 2012

Encuentro por el tiempo (IX)

 
 
Y ahí estaba, él, en medio de la noche. En medio del andén. Parecía más juvenil. Más frágil. Le sorprendió eso a ella. Sólo era que se había aclarado la barba. Que era la una y media de la mañana. Sólo era que era la primera vez en que iba a buscarla. Ella, con su ropa de invierno. Su miedo a padecer frío. Por más que viajara al sur. Por más que le dijera él que en su ciudad había un micro clima. Ella no quería más padecer frío. Nunca. Y sabía que eso sólo era responsabilidad suya. Por eso venía con lana. Mucha. El chal verde claro de la abuela imaginaria. De cuando lo del cuello roto. Venía con mucha lana. Por más que fuera mayo.
 
Caminaron por la ciudad. Casi a oscuras. A estas horas ya no había tranvía. Ni casi luces. El le iba enseñando el nombre de cada cosa. De cada monumento. Volaba ella. Más allá de la mochila gigante. Por la felicidad de él, enseñándole la ciudad. Habitualmente era ella quien le iba enseñando las cosas de sus ciudades a su gente. Aún nunca le había pasado en este sentido: del otro hacia ella. De noche. Tan tarde. Llegaron al barrio de él. A la calle de él. A la casa de él. Con mucha delicadeza. Mucho respeto. Se abrió la puerta. De la casa de él. Sobre el espacio. Mucho espacio. Mucha sutileza. Para los instrumentos de música. Para poder bailar. Muchos detalles. Como para partir el alma. Dos rosas. Una fotografía en blanco y negro de algún espectáculo en que ella, sí, había sido espectadora, de él. Era ya como atravesar el espejo. Del asunto artístico. Tizas de escuela en un potito granate. Una foto enmarcada de él tocando la guitarra en Granada. Caminos de libros. De discos. Una foto de su mamá con él, de niño. Plantas. Lámparas por cada rincón. Como le gustaba a ella. Y la otra pieza, con cama de vela azul. Rodeada por dibujos tauromáquicos de Picaso. La escalera doble. Para sostener el vuelo de la vela.
 
Ya la inquietud de los últimos días, respecto a eso de los cuerpos, se había disuelto. También se lo había trabajado. En el mismo tren se lo había trabajado. Desde el mismo reencuentro se lo había trabajado. Cada encuentro es un reencuentro. Cada conocimiento, un reconocimiento. Quería estar con él. Quería que su cuerpo quisiera estar con el de él. Se abrió. Dentro. Sintió que se podría abrir. Para él. Quería. Se abrió. Dentro. ¿Que si él lo notó? ¿Que si él lo reconoció? No lo pudo saber. Mas intuyó que no. Lo que sí, lo que estaba ocurriendo. Que él tampoco estaba igual que las demás veces. Que él no conseguía entregarse a eso de su rutina.
 
Había plan de océano para la mañana siguiente. Plan de madrugar para ir al Atlántico. Mas el único océano que quería ella, en aquel momento, era él. Nadarle a él. Tomarle el sol. Salarse de él. Respirarlo. Durmieron. No madrugaron. Hicieron playa en cama. Encontraron el descanso de los cuerpos en la misma presencia del otro. Lo que para ella, con él, era la vez primera. Preparó café él. Salieron a la calle.
 
Fueron a almorzar a Africa con sonrisa y comida hecha del corazón. Tomaron vino. Por más que fuera malo, lo tomaron con felicidad. Por lo de la sonrisa, del olor a comida. Por los dos niños amorosos que estaban sentados justo al lado de ellos. Hacía mucho que ella no encontraba a niños que le perecieran amorosos. Le parecía tan irreal que fuera él quien la hubiera llevado a un lugar de ese tipo, un lugar que era tan de aquellos lugares improbables que le gustaban a ella cuando estaba de viaje. Comieron una montaña de arroz con pollo. Comió ella más que él. Comió mucho. Por la abuela. Por eso de que cuando le daban comida casera con sonrisa del corazón se acordaba de la abuela. Y no podía seguir comiendo regularmente. Se entregaba. Inclusive hasta el exceso. Porque la abuela lo había sido todo, para ella. Por más que se muriera mucho demasiado temprano. Que nunca hubiera podido acordarse del año de su muerte. Igual que Leonardo en La Reina de las Nieves de Carmen Martín Gaite. Sólo que se le rompió el pendiente de oro. En el mismo momento del fallecer. En la oreja de ella. Cómo había llorado. Cómo, por vez primera -secunda-, se le derrumbaba el piso debajo de los pies. Cómo, por más que por aquel entonces no lo supiera con palabras mas sólo por el corazón, lo había perdido todo. Como tampoco sabía que se repetiría de nuevo. La madre. Perdida. La de verdad. La que da brazos y comida.
 
Por eso se había hartado de comer. Por eso le había gustado hartarse de comer. Al lado suyo. De él.
 
 
 




Rencontre à travers le temps (IX)

Et il était là, au milieu de la nuit. Au milieu du quai. Il avait l’air plus juvénile. Plus fragile. Ca l’a surprise. C’était juste qu’il s’était éclairci la barbe. Qu’il était une heure et demie du matin. C’était juste que c’était la première fois qu’il venait la chercher. Elle, avec ses vêtements d’hiver. Sa peur d’avoir froid. Alors qu’elle voyageait vers le sud. Alors qu’il lui avait dit qu’il y avait un microclimat dans sa ville. Elle ne voulait plus avoir froid. Jamais. Elle savait que ça lui incombait. C’est pour ça qu’elle venait avec de la laine. Beaucoup. Le châle vert de la grand-mère imaginaire. De quand elle s’était tordu le cou. Elle venait avec beaucoup de laine. Même si on était au mois de mai.

Ils ont marché dans la ville. Presque dans le noir. A cette heure-là il n’y avait plus de tram. Et presque plus de lumières. Il lui disait le nom de chaque chose. De chaque monument. Elle se sentait voler. Malgré le grand sac à dos. A cause de sa joie à lui, à lui montrer sa ville. D’ordinaire c’était elle qui montrait les choses de ses villes à ses gens. Ca ne lui était encore jamais arrivé dans ce sens : de l’autre vers elle. La nuit. Si tard. Ils sont arrivés dans son quartier. Dans sa rue. Devant chez lui. Dans une grande délicatesse. Un grand respect. La porte s’est ouverte. Celle de sa maison. Elle s’est ouverte sur l’espace. Beaucoup d’espace. Une grande subtilité. Pour les instruments de musique. Pour pouvoir danser. Beaucoup de détailles. A en fendre le cœur. Deux roses. Une photo en noir et blanc d’un spectacle où elle, si, avait été spectatrice, de lui. C’était déjà comme passer de l’autre côté du miroir. Du fait artistique. Des craies d’école dans un petit pot grenat. Une photo encadrée de lui jouant de la guitare à Grenade. Des chemins de livres. De disques. Une photo de sa mère avec lui, tout petit. Des plantes. Des lampes dans tous les coins. Comme elle aimait. Et la chambre, avec sa voile bleue. Le lit entouré des dessins tauromachiques de Picasso. L’escabeau. Pour soutenir le vol de la voile bleue.

L’inquiétude des derniers jours, relative à cette chose des corps, s’était déjà dissipée. Faut dire qu’elle y avait travaillé. Dans le train aussi elle y avait travaillé. Dès les retrouvailles elle y avait travaillé. Toute rencontre est une re-rencontre. Toute connaissance, une reconnaissance. Elle avait eu envie d’être avec lui. Elle voulait que son corps ait envie d’être avec son corps, à lui. Elle s’est ouverte. Dedans. Elle a senti qu’elle pourrait s’ouvrir. Pour lui. Elle voulait. Elle s’est ouverte. Dedans. S’il s’en est rendu compte ? S’il a pu le reconnaitre ? Elle n’a pas pu le savoir. Elle a juste eu l’intuition que non. Mais ce que oui, ce qui était en train de se passer. Que lui non plus, il n’était pas comme les autres fois. Qu’il n’avait pas pu s’adonner à sa routine.

Il y avait un projet d’océan pour le lendemain matin. Projet de se lever tôt pour aller au bord de l’Atlantique. Mais le seul océan qu’elle voulait, elle, à ce moment-là, c’était lui. Le nager. Prendre son soleil. Se saler de lui. Le respirer. Ils se sont endormis. Ils ne se sont pas levés tôt. Ils ont fait plage dans le lit. Ont trouvé le repos des corps dans la seule présence de l’autre. Ce qui pour elle, avec lui, était la première fois. Il a préparé du café. Ils sont sortis dans la rue.

Ils sont allés déjeuner dans l’Afrique du sourire et de la cuisine du cœur. Ils ont bu du vin. Même s’il n’était pas bon, ils l’ont bu avec grand plaisir. A cause de cette chose du sourire, de l’odeur de cuisine. A cause des deux enfants adorables qui étaient assis juste à côté d’eux. Ca faisait longtemps qu’elle ne voyait pas d’enfants qui lui semblaient adorables. Ca lui semblait tellement irréel que ce soit lui qui l’ait amenée dans un endroit comme ça, un endroit qui ressemblait autant aux endroits improbables qu’elle aimait découvrir quand elle était en voyage. Ils ont mangé une montagne de riz et de poulet. Elle a mangé plus que lui. Elle a beaucoup mangé. A cause de sa grand-mère. Parce que quand on lui donnait de la cuisine maison avec le sourire du cœur, ça lui rappelait toujours sa grand-mère. Et ça faisait qu’elle ne pouvait plus manger normalement. Qu’elle se rendait. Parfois jusqu’à l’excès. Parce que sa grand-mère avait été tout, pour elle. Même si elle était morte bien trop tôt. Et qu’elle n’avait jamais pu se souvenir de l’année de sa mort. Comme Leonardo dans La Reina de las Nieves de Carmen Martín Gaite. Juste que sa boucle d’oreille en or s’était cassée. Juste au moment où elle était morte. Dans son oreille à elle. Comme elle avait pleuré. Comme, pour la première fois -la deuxième-, la terre s’était effondrée sous ses pieds. Comme, même si à ce moment-là elle ne l’avait pas su avec les mots mais seulement avec le cœur, elle avait tout perdu. Comme elle n’avait pas su, non plus, que ça se répéterait, encore. La mère. Perdue. La vraie. Celle qui embrasse et donne à manger.

C’est pour ça qu’elle avait trop mangé. C’est pour ça qu’elle avait aimé trop manger. A ses côtés. A lui.





jeudi 6 septembre 2012

Corps

 

Le Corps - le Visible
     De l’invisible - Psyché
 
Le Corps
- Le réel du latent

 
 




Cuerpo


El Cuerpo - lo Visible
         De lo invisible - Psiquis

El Cuerpo
         - Lo real de lo latente