jeudi 14 mars 2013

Encuentro por el tiempo (XXII)

 
Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, de madrugada, preparó un bolso ligero ella. En el mejor de los casos – si le abría la puerta – se quedaría una noche no más. Y como mayo había llegado, por fin, no necesitaba nada voluminoso. El tren salía sobre las 8h. Muy temprano para la dificultad de ella con el sueño. Sobre las 11h30 llegaría a la ciudad de él. Y seguía sin tener noticia alguna de él. Y seguía sin saber si estaría. Si le abriría. La puerta – para empezar.
 
Para la ocasión – para cuidarse algo a sí misma, reconfortarse algo – se había puesto el vestido negro. El que más le gustaba. Por ser lo necesariamente largo y ancho para ofrecer disimulo y descanso al cuerpo, y a la vez lo suficientemente femenino. Un vestido de baile, le parecía. De bohemia. Para volver a subir al mismo tren que hacía unos pocos días – mas con la angustia en la pansa ahora. Para volver a acudir al mismo libro – lo de la ligereza de la mariposa – por más que lo hubiera terminado ya. Y eso, porque quería volver a leer algunas cosas. Algunas cosas que le habían dejado una sensación como de incomprensión. Y como estaba necesitando entender – entenderlo a él, en realidad, mas como eso parecía imposible… No se le ocurrió otra cosa que arrimarse a lo de siempre: los libros. El entender conceptual. En general.
 
Quería revisar algo sobre el desacuerdo que abarca el amor. Algo que explicaba cómo el amar de verdad no se paraba en la contingencia de los desacuerdos cotidianos. Y ahí sí que lo entendió. Por lo cual, pensó que capaz había sido ella demasiado impaciente con él. Que capaz ella había carecido de amor para él, al no respetar su ritmo – más lento que el de ella. ¿Capaz la inmadura había sido sólo ella? Se quedaba presa de la duda, otra vez. Dentro del conflicto entre eso que acababa de entender – teóricamente – de la tolerancia amorosa, y la sensación abisal de falta de respeto de él para ella. ¿Quién tenía la culpa? ¿Quién era el loco? La pregunta de siempre. Otra vez. Cuando la víspera, había conseguido arrancarse de la duda – de la locura.
 
Sobre las 10h le mandó un mensajito ella para decirle que estaba en el tren, y que llegaría a su casa sobre el mediodía.
¡Contestó!
¡Estaba vivo! ¡Hablaba! ¡Le hablaba a ella!
Escribió que la esperaba en casa. Que tenía que tomarse la línea C del tranvía, dirección a Les Aubiers. Ya lo sabía ella. Mas le alegró igual que se preocupara algo él. Que le ayudara algo para ubicarse. Para llegar. Hasta su casa.
 
Había sol en la ciudad de él. El mismo sol que en la ciudad de ella, pero diferente. Sol de sur. Lo que tanto la nutría a ella. Lo que le había permitido otro idioma. Había sol en el tranvía de la ciudad de él. Nada que ver con el subte de la ciudad de ella. Y le parecía a ella que hacía tanto que no había sentido el sol. Sobre la piel. Se agarró de ello. Se consoló pensando que si llegara a echarla, se arroparía en el calor del sol. Bajó del tranvía en la Puerta de Borgoña. Subió la avenida ancha. Llegó a la callejuela de la casa de él. Volvía a estrecharse el espacio. Volvía a disminuir la luz del sol. Tocó el timbre de la puerta. Abrió él. Subió ella los cuatro pisos. La puerta del departamento estaba abierta. Estaba haciendo él… algo. Entró ella.
 
No parecía tan enfurecido él. Mas tampoco se le acercó. Tampoco la abrazó. Estaba haciendo… algo. Entre frío y no cerrado del todo. Le propuso café. El a ella. Pensó ella que era buena señal. Porque era costumbre de él hacer(le) café. Y si no modificaba sus costumbres, si seguía proponiéndole café, capaz no estaba perdido todo. Notó ella que se había comprado un árbol. Y que eso era lo que estaba haciendo: cuidar el árbol. Le encantó a ella. Le encantó que hubiera comprado un árbol, para poner en una buhardilla. Decía él que era una planta de Australia. Que la había comprado al despedirse de su madre, hacía un rato. Era cierto que este fin de semana había estado con su madre. Que había venido la madre a tomar el avión para regresar a Argel. Le gustó a ella que se hubiera comprado un árbol al despedirse de su madre.
 
Se sentaron frente a frente, con el café entre los dos, en la mesa de formica negro. Habló ella. Claro. Le preguntó si estaba tan enojado él con ella. Le dijo él que no. Le preguntó ella que por qué la había dejado así sin respuesta todo ese tiempo. Dijo él que no había tenido tiempo. No entendió muy bien ella. Mas sintió que no era mentira del todo. Que más bien, era mentira de quien no sabe qué contestar, ni tampoco por qué no sabe qué contestar. Le preguntó ella si eso había tenido que ver con lo que le había dicho de la «violencia» de ella. Dijo él que no. Que no era violenta ella. Que sabía él que no. Se alivió ella. ¡Tanto! Que casi ya no importaba nada del por qué y del cómo. No la había huido por su violencia. Y con eso bastaba. A ella, casi que le bastaba. Hablaron. De verdad. Como no lo habían hecho nunca. De lo de cada uno. Del miedo de él, después de los ochos años de vida con la persona inadecuada. De la necesidad de ella de comprensión – «comprensión» como el con-prender de la etimología –, de compartir. Algo.
 
Comieron. Durmieron la siesta. Estuvieron bien, otra vez. Más de verdad. Durmieron juntos. Volvió a tomar el tren ella. La acompañó él. Seguía el sol.
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XXII)
 
 
Quand le réveil a sonné le lendemain matin, de bonne heure, elle a préparé un petit sac. Dans le meilleur des cas – s’il lui ouvrait la porte – elle ne resterait pas plus d’une nuit. Et comme mai était enfin arrivé, elle n’avait besoin de rien de bien volumineux. Le train partait vers 8h. Et c’était bien assez tôt pour son conflit avec le sommeil. Vers 11h30 elle arriverait dans sa ville. Elle n’avait toujours pas la moindre nouvelle de lui. Elle ne savait toujours pas s’il serait là. S’il lui ouvrirait. La porte – pour commencer.
 
Pour l’occasion – il fallait bien prendre un tant soit peu soin d’elle, se réconforter un minimum – elle avait mis sa robe noire. Celle qu’elle préférait. Parce qu’elle était comme il fallait, longue et large pour permettre la dissimulation et le repos du corps, et en même temps, suffisamment féminine. Une robe de danse, elle trouvait. De bohémienne. Pour remonter dans le même train que quelques jours plus tôt – avec l’angoisse au ventre, cette fois. Où elle en appelait au même livre – sur la légèreté du papillon – alors qu’elle l’avait fini. Parce qu’elle voulait relire des choses. Des choses qui lui avaient laissé comme une sensation d’incompréhension. Et comme elle avait besoin de comprendre – de le comprendre, lui, en réalité, mais comme il semblait que ce n’était pas possible… Elle ne trouvait rien de mieux que s’agripper là où elle s’était toujours agrippée : les livres. Comprendre conceptuellement. En général.
 
Elle voulait revoir quelque chose sur le désaccord compris dans l’amour. Quelque chose qui expliquait comment le fait d’aimer vraiment ne s’arrêtait pas à la contingence des désaccords quotidiens. Et là, elle a compris. Et là, elle s’est dit que peut-être qu’elle avait été trop impatiente, avec lui. Que peut-être qu’elle avait manqué d’amour, pour lui, en ne parvenant pas à respecter son rythme à lui – plus lent que le sien. Que peut-être que c’était elle, qui avait été immature ? Elle s’est remise à douter. Au milieu du désaccord entre ce qu’elle venait de comprendre – théoriquement –, de la tolérance amoureuse, et ce qu’elle ressentait de façon abyssale, de son manque de respect, à lui. A qui la faute ? Qui est fou ? Toujours la même question. Encore. Quand la veille, elle avait réussi à s’extraire du doute – de la folie.
 
Vers 10h elle lui a envoyé un sms pour dire qu’elle était dans le train, et qu’elle arriverait chez lui vers midi.
Il a répondu !
Il était vivant ! Il parlait ! Il lui parlait !
Il a écrit qu’il l’attendrait chez lui. Qu’il fallait qu’elle prenne la ligne C du tram, direction Les Aubiers. Elle le savait déjà. Mais ça l’a apaisée de voir qu’il se souciait un peu d’elle. De voir qu’il l’aidait un peu à s’orienter. Pour arriver. Chez lui.
 
Il y avait du soleil dans sa ville. Le même soleil que dans sa ville à elle, mais différent. Le soleil du sud. Qui la nourrissait tant. Qui lui avait permis une autre langue. Il y avait du soleil dans le tram de sa ville. Rien à voir avec le métro de sa ville à elle. Et elle avait l’impression, qu’il y avait longtemps qu’elle n’avait pas senti le soleil. Sur sa peau. Elle s’en est tenue à ça. Elle s’est dit que s’il devait la jeter, elle pourrait toujours s’envelopper dans la chaleur du soleil. Elle est descendue du tram, Porte de Bourgogne. Elle a remonté la grande avenue. Elle est arrivée dans la petite rue où il habitait. L’espace se rétrécissait à nouveau. La lumière du soleil diminuait à nouveau. Elle a sonné à l’interphone. Il a ouvert. Elle a monté les quatre étages. La porte de son appartement était ouverte. Il était en train de faire… quelque chose. Elle est entrée.
 
Il n’avait pas l’air si en colère. Il ne s’est pas non plus approché. Il ne l’a pas non plus embrassée. Il était en train de faire… quelque chose. Distant et pas totalement fermé. Il lui a proposé du café. Lui à elle. Elle s’est dit que c’était bon signe. Parce qu’il avait l’habitude de (lui) faire du café. Et que s’il ne changeait pas ses habitudes, s’il lui proposait encore du café, peut-être que tout n’était pas perdu. Elle a vu qu’il s’était acheté un arbre. Que c’était ça qu’il était en train de faire : s’occuper de l’arbre. Ça lui a plu. Ça lui a plu qu’il ait acheté un arbre pour mettre sous les toits. Il a dit que c’était une plante d’Australie. Qu’il l’avait achetée après avoir dit au revoir à sa mère, tout à l’heure. Il avait été avec sa mère ce week-end, c’était vrai. Elle était venue prendre l’avion pour retourner à Alger. Ça lui a plu, à elle, qu’il ait acheté un arbre après avoir dit au revoir à sa mère.
 
Ils se sont assis face à face, avec le café au milieu, sur la table en formica noir. C’est elle qui a parlé. Bien sûr. Elle lui a demandé s’il était à ce point en colère contre elle. Il a dit que non. Elle lui a demandé pourquoi il l’avait laissée comme ça, sans réponse, pendant tout ce temps. Il a dit qu’il n’avait pas eu le temps. Elle n’a pas très bien compris. Mais elle a pu percevoir que ce n’était pas tout à fait un mensonge. Que c’était plutôt le mensonge de quelqu’un qui ne sait pas quoi répondre, ni pourquoi il ne sait pas quoi répondre. Elle lui a demandé si ça avait eu à voir avec ce qu’il avait dit de sa « violence » à elle. Il a dit que non. Qu’elle n’était pas violente. Qu’il savait qu’elle ne l’était pas. Ça l’a soulagée. Tellement ! Que ça ne comptait presque plus, le pourquoi et le comment. Il ne l’avait pas fuie à cause de sa violence. Et ça lui suffisait. A elle, ça lui suffisait presque. Ils ont parlé. En vrai. Comme ils ne l’avaient encore jamais fait. Des choses de chacun. De sa peur à lui, après les huit années passées avec la mauvaise personne. De son besoin à elle, de compréhension – « compréhension » comme le prendre-avec de l’étymologie –, de partage. De quelque chose.
 
Ils ont mangé. Ils ont fait la sieste. Ils ont été bien, à nouveau. Plus en vrai. Ils ont dormi ensemble. Elle a repris le train. Il l’a accompagnée. Il y avait encore du soleil.